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Reexistencia de los pescadores en la Zapatosa



Ese día amaneció lloviendo, pero salir a pescar imperaba sobre cualquier otro deseo o necesidad, incluso las inclemencias del clima o pensar en tomar un respiro en la faena que día a día se tenía que realizar; de ésta dependía la comida para la familia, conformada por siete hijos y dos adultos, los útiles para la escuela de los muchachos y otras necesidades que aparecieran. Alfonso se levantó más temprano que de costumbre. Su ilusión era que la lluvia menguara, mientras se ataviaba con las herramientas necesarias para salir. Vistió una camisa de mangas largas trajinada por el mucho uso, unos jeans cortados de forma manual a la altura de las rodillas y un par de sandalias que solo eran utilizadas mientras se estaba dentro del bote; indumentaria necesaria para salir a encontrarse en el puerto o punto de partida con sus compañeros y la camaradería de todas las madrugadas. Un termo de café caliente dentro de una mochila de fique, en un portacomida arroz, un pernil de pollo frito y un tomate picado; un trasmallo que colgaba de su hombro y en el cinto una machetilla. “Cuando salimos a pescar, algunos compañeros ni siquiera llevaban comida, porque si la pesca el día anterior había sido mala, no tenían con que conseguirla; pero entre todos compartimos, de lo que algunos llevamos comemos todos”, expresa Alfonso, con una leve sonrisa de satisfacción y de paz interior, al recordar la hermandad que existía entre pescadores.

Alfonso López Arguelles es el representante de la Asociación de Pescadores de la Ciénaga de Zapatosa, cargo que ha desempeñado desde hace más de 20 años. Heredó la pesca artesanal de sus antepasados, como la forma para proveer el sustento a su familia, recuerda. “Cuando yo tenía como ocho años, mi papá me llevaba a pescar con él; desde ahí empecé a enamorarme de este oficio”.

La faena de pesca de ese día lluvioso no resultó ser la que Alfonso y sus compañeros esperaban; a la cita en el puerto no acudieron todos. En medio del frío, los sonidos de la madrugada, las gotas de lluvia golpeando el agua y la danza de las olas remando la madera de las canoas, se mimetizaba un ambiente pesado y de temor, que ninguno de los que acudieron a cumplir su misión, ni siquiera el representante de los pescadores, o sea el mismo Alfonso, habían notado que desde la noche anterior hacían presencia varios fulanos foráneos en el pueblo. Con motores encendidos, el remo en la mano y a punto de emprender la tarea, se les presentó uno de estos fulanos, que improvisadamente organizó, con los que estaban, una reunión para informarles de las nuevas decisiones para acceder a la Ciénaga. La ciénaga de Zapatosa es uno de los espejos de agua más grande de Latinoamérica, una enorme depresión de 40.000 hectáreas, con injerencia en cinco municipios de los departamentos del Cesar y Magdalena; almacena más de 1.000 millones de metros cúbicos de agua dulce, qué durante muchas generaciones, ha sido sustento para las familias, que practican la pesca artesanal.

“Nos pusieron condición para pescar. Teníamos que comprar un ficho que ellos vendían. Solo podíamos pescar un día por medio. No se podía pescar los fines de semana y también nos limitaron a utilizar ciertos espacios dentro de la ciénaga”. Con un nudo en la garganta, Alfonso continúa narrando: “Dijo que la ciénaga era de ellos, que a partir de la fecha ellos iban a mandar y que quien no obedeciera las órdenes debía atenerse a las consecuencias que entre otras podía ser que amaneciera enrollado a su red. Eso fue horrible. Nos destrozaron la vida”. Las palabras que relata Alfonso las recibieron de un señor que se hacía llamar ‘carepapa’, que se identificó como integrante de un grupo de autodefensas que desde el día anterior había llegado a Chimichagua.


Viviendo con permiso

Desde ese momento, en el municipio de Chimichagua, y exactamente los pescadores de la ciénaga de Zapatosa, entendieron que empezaban a vivir una etapa de terror, de miedo y con un permiso para vivir, que perderían en el momento en que desobedecieran. “Duramos días sin poder salir a pescar. Fueron días muy duros. A algunos nos tocó salir del pueblo, porque también hubo personas que se prestaron para malinformar, y a varios compañeros los mataron, simplemente porque los acusaron con las autodefensas”. Mientras Alfonso relataba la tragedia por la que pasó esta población de aproximadamente 42.000 habitantes, porque recalca que el terror invadió no solo a Chimichagua, sino también a sus corregimientos: Candelaria, El Guamo, Belén, Mata de Caña, Saloa, El Cerrito, Sempegua y otros más. Señalaba con la mano derecha a varias islas de las más de cien que se encuentran ancladas dentro del inmenso espejo de agua dulce. “En esas islas están enterrados varios cuerpos de pescadores que, por algún motivo, desobedecieron las órdenes y los grupos de autodefensa los mataron”.

Sin duda la estructura que más se afectó y que es difícil restaurar es el tejido social; pues las familias fueron desintegradas en su gran mayoría. A algunos miembros los mataron los grupos, a otros los desplazó el miedo y la barbarie de ver cuerpos desmembrados; algunos adultos de avanzada edad murieron por la zozobra y el terror que invadió cada rincón del pueblo. “Mi mamá murió de un infarto. Su pulso se aceleró, de ver la situación que estábamos pasando y su corazón se paralizó”, concluye Alfonso, con la voz quebrada y un asomo de lágrimas en sus ojos.

El desplazamiento era inminente ante la situación. Muchos buscaron refugio con amigos y familiares que vivieran fuera de Chimichagua; algunos salieron del pueblo a aventurar sin tener un punto fijo a donde llegar, sin pertenencias ni recursos. “Como nos tocó volarnos de noche, no podíamos llevar nada, ni levantar sospechas”. Y claro, los muertos en esta guerra fueron mayormente los varones: padres, esposos, hermanos, que eran los que proveían el sustento para la casa. En Chimichagua no fue la excepción. En algunos corregimientos cercanos se dieron hechos aberrantes, que violaban a las mujeres y mataban o desaparecían a sus maridos. “En esta región hay jóvenes que son hijos de integrantes de las autodefensas, producto de violaciones; mujeres que quedaron atrapadas porque asesinaron a sus maridos y ellas no tenían cómo salir del pueblo; les tocó quedarse aquí y ellos aprovecharon esa situación”, narra Alfonso mientras fija su mirada al piso, como sintiendo la pena e impotencia que su relato produce.


Un volver … A reconstruir

Reza un adagio popular que “todo río vuelve a su cauce”, y la ley natural de la vida es que el que se va regresa; claro, a los que la vida les alcance para hacerlo y decidan reconstruir esa tradición identitaria que les fue desmembrada de forma abrupta y sin derecho a oponerse. Después de 16 años exiliado en tierra ajena, Alfonso tomó un sorbo de aliento que le dio la energía para enfrentar las dificultades que pudiera encontrar en su camino y emprendió el retorno; por su mente un millón de pensamientos se confrontaban entre sí. “Sentía que me estaba lanzando al vacío, sin saber qué encontraría al final”, y solo se concentraba en que, independientemente del desenlace, su responsabilidad era luchar por el bienestar de su gente y por salvaguardar su identidad, su vida.

Un aire de tranquilidad invadió su ser, al conocer que a través de un proceso de desmovilización, organizado por el Gobierno Nacional con algunos grupos de autodefensas, las comunidades campesinas como él podían reclamar sus derechos; sintió que era una ventanita que se empezaba a abrir para lograr su meta. Ahora, con más entusiasmo, buscó a sus compañeros de faena, pescadores que también se habían desconectado de sus rutinas, cuándo el terror les tocó las puertas de sus casas y les tocó huir dejándolo todo. “Hoy tenemos algunas garantías de parte del Estado y podemos reclamar nuestros derechos; estamos motivados para trabajar colectivamente y sacar adelante nuestra actividad de pesca y la conservación del medio ambiente que es nuestra identidad”.

Ya estando en el territorio, con escasez de peces en la Ciénaga, porque el pánico y la infertilidad también tocó a los poquitos que quedaban; sin trasmallos para pescar, pues éstos al igual que las canoas y motores habían cambiado de dueño; hasta los insumos para emprender una faena de pesca, eran escasos para volver a reconstruir la identidad perdida. “No todo se ha perdido”, motivaba Alfonso a sus compañeros, a la vez que les recordaba que el amor por su tierra era lo que los había traído nuevamente a empezar de cero. “Tenemos que sacar algo bueno de todo el dolor que pasamos”, insistía.


Construir desde la nada

Con varios factores en contra, al no encontrar nada de lo que se había construido, aún en la mente el terror vivido y la falta de fe de algunos compañeros, Alfonso retomó el liderazgo y fue entonces cuando empezaron a armar estrategias de supervivencia; se reactivó la asociación de pescadores de Chimichagua, con los que pudieron regresar, solicitaron capacitaciones a los entes locales y nacionales y se inició la reconstrucción de la identidad y de las usanzas que dormían en el olvido. “La ciénega, por ser un recurso natural hídrico, biodiverso, rico en oxígeno, agua, clima, peces, fauna y vegetación, nos da ese potencial para pensar en proyectos generadores de bienestar”, se autoevaluaban.

Ese resurgir implicaba ampliar la visión para poder generar desarrollo; fue cuando se idearon unas zonas de esparcimiento, que consisten en ofertar servicios o paquetes turísticos a través de un portafolio que incluye: Un paseo en bote al corazón de la ciénaga, a la isla que el visitante decida ir, la cual está amoblada con cabañas o dormitorios, zonas de estar, espacio para conferencia, restaurantes y baños; paquete al que se le adiciona, si el turista lo desea, una faena de pesca y un guía que los empapa de conocimiento del complejo cenagoso; además, generan empleo para cocineras, lancheros, recepcionistas y pescadores; esto, a la par con la reactivación de la actividad pesquera, siembra de alevinos y venta de peces. “Queremos volver a sacar el aceite de pescado; esa era otra de las actividades que realizaban las mujeres cuando el marido llegaba de la faena de pesca; ellas lo esperaban a uno y sacaban la manteca del pescado para convertirla en aceite y comercializarla. Eso se acabó con la violencia”.

Al finalizar nuestra entrevista, cuando el sol exhalaba su último aliento para zambullirse en la inmensidad de las aguas reposadas de la ciénaga, Alfonso también armonizaba con ese ambiente y manifestaba que cree y sueña firmemente con una Colombia en paz; aunque a su modo de ver, se deben dar ciertas condiciones. “Creo que es posible volver a vivir en armonía y en paz, pero es una tarea de todos: si contribuimos con el bienestar del otro, que todas las ideas valgan y se respeten, que no se necesite un revólver para demostrar autoridad, que no se roben los recursos públicos, que todos trabajemos honradamente y haya equidad”.


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